Tapear platos de nombres raros es uno de los pequeños placeres a los que sucumbo con facilidad. Suele ser el zaguán de una noche ahíta de sabores. Lucías muy guapa, y, aunque me negaba a mí mismo el mostrarme vulnerable, lo cierto es que estaba embelesado y no podía dejar de mirarte a los ojos oscuros. No aguanté mucho antes de decirte que estabas especialmente guapa esa noche, e incluso fui infiel a mis raras maneras y te cogí de la mano para pasear bajo la luna hispalense.
Me invitaste a acompañarte a casa. Ese hogar prácticamente vacío me recordó a la casa de Lee en Mi vida sin mí. Apenas había signos de vida: muy pocos muebles salpimentados con una escasa iluminación en forma de velas. La fuerza de la estancia radicaba por tanto en la potencia de dos cuerpos sonrientes que intentaban seducirse y unos vinos en los que empapar la conversación. Como buen agosto, hacía mucho calor, aunque no solo procedía del exterior.
- ¿Te duchas conmigo? – preguntaste a bocajarro a la tercera copa.
Cómo negarme. Una ducha conjunta es de los mayores placeres que se le concede a la desnudez. Me costó habituarme a ese cuerpo canijo, pero el jabón y su glicerina aceleraron mis manos temblorosas. Las cosquillas en mi espalda me dejaron k.o. La última vela se apagó y todavía estábamos en remojo.
El agua helada me impidió darme cuenta en ese momento, pero ya había caído en la tela de araña.
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1 comentario:
leyendo esto me has puesto palote
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