Perdía el tiempo en supérfluas personas de dos lavados a medida que ella se cansaba de esperarme. Deambulaba de un lado para otro con la misma cantinela sobre la sociabilización y el libre albeldrío mientras ella esperaba solitaria a que yo reaccionase. Hacía mi vida egoísta y unipersonal, justo en los momentos en los que ella más podía darme.
Dejaba escapar mi vida con ella, imbécil de mí, no podía saber en ese momento que nadie me haría nunca tan feliz. Dejaba pasar los días, ajeno a que cualquier artista, cualquier sabelotodo, cualquier alma buena la iba a encandilar tarde o temprano.
Hasta que hace unos días, la llamé para compartir unas anécdotas, y una voz masculina me recibió con solemnidad, me revolcó el alma en el rompeolas del estómago, y me puso en mi sitio.
- Ahora es tarde, chico. No sé a qué esperabas, no sé si creías que ella iba a estar ahí toda la vida esperándote.
Desdibujé mi sonrisa perfecta y ensayada, y lloré, amargamente, en la privacidad de mi alcoba.
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