Tuve que irme a Edimburgo a pasar frío, a notar como se me helaba el alma y ver que no me llegaba a mí mismo ni a la suela.
Tuve que descubrir allí que la noche es peligrosa, que las alimañas salen en manada, que buscan presa y muerden todo lo que les dejan, y que un buen cazador no es el que dispara por doquier sino el que espera agazapado a que los animales se aplaquen.
Entendí el valor de la amistad y sus silencios, los abandonos temporales y la suficiencia. Entendí que la sala de espera a veces es mucho más terapéutica que el quirófano.
Tuve que irme allí para recordar lo difícil que es entender ese acento infernal, esas costumbres tan diferentes, ver lo difícil que cuesta hacerse una vida en Escocia, que no es tan sencilla como desde aquí parece. Vi la soledad y los guettos nacionales dibujados en caras tristes con sonrisas.
Creía conocerme, fui a divertirme, y terminé equivocándome de nuevo. Fue divertido mientras duró.