Entré en tu habitación después de los años…
Me senté en tu cama y recordé la primera noche que dormimos juntos. Estábamos abrazados. No podíamos dormir. Demasiados nervios...
Me pediste que te hablara. Yo automáticamente, entre el sueño y la vigilia, entre la excitación sexual y el reposo, comencé a hablar impulsivamente. Creía que querías conocerme. Yo quería que me conocieras. Y hablé, y hablé, y hablé. Hablé sobre mí. Sobre mi historia personal, sobre mi familia, sobre pequeños tesoros encontrados en viejas maletas que encontraba de pequeño por los armarios. De todo aquello te hablé...
¿Te acuerdas? Y te ibas quedando dormida mientras te contaba batallas, y juntos éramos como aquella pareja de ancianos judíos que abrazados para darse calma cruzaban el río Teterev en la lejana Zhitomir, y el sueño nos adentró en nuestro propio camino por Ucrania.
…
Todo esto pasaba en ese cuarto. No se había disuelto aún la energía generada por nosotros. Lo percibí, sentí un escalofrío que me recorrió la espalda.
Sobre la cama, las sábanas conservaban nuestra forma aún. Habían quedado como testigos mudos de lo que había pasado, pero todavía hablaban para quien quisiera escuchar. Y yo, ciego y loco, solo quería escuchar y que contasen cosas.
Me agaché a tocarlas. Fue algo eléctrico. Me quede petrificado. Eran ellas. Y sabían quien era yo. Me aceptaron. Pase las manos por encima, las volví a acariciar, les pedí permiso para volver a ser yo, les solicité mediante caricias que me devolviesen aquello que temía perder, y de alguna forma, las sábanas entendieron que hacía yo allí, comprendieron que había ido a buscar.
Recorrí con mis dedos las líneas que quedaban de nosotros en la cama, me detuve en los huecos, repasé las curvas. Nuestras figuras se habían quedado fosilizadas entre ropas de algodón, como dos animales prehistóricos y me resultaba muy sencillo seguir la traza de los actos. Con mucha delicadeza, porque no quería deshacer lo que el tiempo, la erosión y el desgaste había atrapado en aquellas placas tectónicas de tela vieja.
Mi inconsciente se descompuso. Mi estomago se agitó. Rompí a llorar. Sentí el recuerdo. Solo, en silencio, mientras pasaba las manos por la cama, sentí hacerte el amor, y noté la invisible cadena de miles de kilómetros que puede unir a dos personas.
Mi diosa de la noche, como una amazona solitaria, perdida en selvas lejanas, enredada en mil batallas. Y yo mientras buscando su cuerpo por los lugares donde anduvo...