Jaime todas las tardes iba al lago, ese lago precioso y cristalino, rodeado de rosas silvestres, azucenas y callas blanquísimas. De entre ellas, Jaime adoraba las rosas, aunque solo las rojísimas. Tiñen de color mortal el reflejo del lago desde la orilla opuesta. En los días de más soledad, la ira lo inundaba, y Jaime destrozaba todas las flores restantes que encontraba a su alrededor, manteniendo solo con vida los preciosos pétalos sangrientos.
Jaime se llevaba a su casa todos los días una rosa. La ponía en agua, y la cuidaba con todo el amor que nadie le enseñó a dar. La rosa siempre se marchitaba, y al día siguiente tenía que repetir la misma rutina mecánicamente. Jaime no se cansaba, y parecía no importarle este hecho.
El año pasado, al comenzar la primavera, y tras mucho debatir, Jaime decidió no cortar una rosa, sino una calla. La llevó a casa, la puso en el alféizar, y la dejó estar. Al día siguiente, probó con una azucena. Mientras que las callas aguantaban varias semanas sin ponerse mustias, y las azucenas algunos días, las rosas siempre se marchitaban de un día para otro. No duraban. Así que Jaime decidió no cortarlas más.
Las azucenas y las callas lo hacían feliz. Aunque, con el tiempo empezó a cansarse de esa lánguida palidez, y para el final de otoño, Jaime cortó de nuevo una rosa roja. Qué felicidad volver a llenar el cuarto de aquel color intensísimo. ¿Por qué había dejado de hacerlo y sentir el alma henchida? No obstante, como lo que brilla con demasiada intensidad no está destinado a durar largo tiempo, al día siguiente tenía que volver a por una nueva y reemplazar su rosa anterior. Un día tras otro, rutina cotidiana.
Hoy llegó la primavera, y Jaime acaba de cortar una azucena.
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