miércoles, 11 de marzo de 2009
El hombre de roca
El hombre de roca no llora. No siente. No tiene entrañas.
El hombre de roca se muestra impasible, no flaquea ante la belleza de las cosas, ante lo volátil de las gratas sensaciones. El hombre de roca no se emociona, no se deja llevar, no pierde el control.
El hombre de roca se muestra sereno, imperturbable. No deja ver más allá de sus dientes, tras su sonrisa de suficiencia. No deja que las dudas penetren en su cuerpo, choquen violentamente contra la quietud, el equilibro es imposible.
Cuando cae la noche, los licántropos transforman su estado. Retorna el aquelarre. Cuando cae la noche, el hombre de roca se resguarda en su lecho, bajo las cálidas sábanas de lino y seda, y entonces permuta. Y siente. Y padece. Y llora.
Y entonces El señor Ríder llega, le acaricia, le seca las lágrimas, y le lee un trozo del último libro de Murakami, y al final le dice:
- No llores, niño guapo, mañana volverá a salir el sol.
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