Tomaba el sol plácidamente en la terraza, ajena a todo.
Él, mucho más grande, mucho más ágil, mucho más bello, mucho más todo, se percató de su presencia. Se sintió terriblemente ofendido, porque estuviese en su zona, y sin su permiso. Y se sintió macho, una atracción ineludible.
Cauto, se acercó, no quería ser sorprendido. Quería cogerla por detrás y hacerla suya. Yo nunca lo había visto así, desconocía un comportamiento tan avieso en él. Pero no me hacía caso, por un momento nuestra amistad era superflua, solo primaban los más bajos instintos.
Ajena a todo, seguía cantando, feliz, al sol, disfrutando del nuevo día, ojos soñolientos, cuerpo cálido. Él, a un metro, era su antítesis. El cuerpo le ebullía, se le notaba alterado, los ojos inyectados en sangre.
Cuando me disponía a decirle, por última vez, que me contara qué pasaba, entonces sucedió. Ya era demasiado tarde.
Brincó, espectacular atleta, se arrojó sobre ella. Retozaron sobre el suelo, rodaron, haciendo el amor, pero mucho más salvaje. Ella se resistía. Él no paraba de besarle el cuello, era su primer objetivo antes de querer ensalivarle el resto del cuerpo.
Duró 10 segundos, los que yo tardé en acercarme para separarlos.
Insisto, ya era tarde, no fue necesario el boca a boca. Allí yacía, pobre, el cadáver de la paloma. Y a su lado, un viejo conocido, y uno nuevo: Viejuno, y su recién estrenado instinto depredador.
Actualización: No hizo, por ejemplo, esto.