lunes, 20 de abril de 2009

Michel y Májina Cross

Subía despacio las escaleras hasta el tercer piso: la chaqueta colgada del brazo, abriéndome la camisa, con las llaves en la mano derecha. Volvía cansada del trabajo después de un día agotador. Llegaba hasta la puerta de una casa vacía.

Michel se había marchado dos días antes; no pudo perdonarme que le engañara.

Suspiré profundamente antes de meter la llave y abrir la puerta. Ahogué el suspiro en cuanto le vi y me quedé inmóvil en la entrada. Él me estaba esperando. Vino hasta mí, me quitó las llaves y la chaqueta, y cogiéndome de la mano me condujo al sofá.

Arrodillado a mis pies me acarició las piernas y me quitó los zapatos. Muy lentamente, desabotonó mi camisa y me besó con suavidad los hombros y el cuello.

Sin salir de mi asombro, observé fijamente cómo me quitaba la camisa y el sujetador. Me recostó en el sofá y rozó levemente uno de mis pezones; se me erizó la piel.

Entonces metió su mano bajo mi falda, y tras jugar un instante entre mis piernas, deslizó hacia abajo mis medias para subir bruscamente después, presionándome con sus manos.


Se deshizo de mis bragas y metió su cabeza entre mis muslos. Cuando sentí su lengua, empecé a gritar y retorcerme; intensos escalofríos recorrían mi espalda.

Me manejaba a su antojo; mordió mis nalgas con fuerza. De repente se detuvo, se colocó encima de mí y por primera vez me miró a los ojos.

Entonces, llamaron al timbre.

Me cerró la boca con su lengua. Desesperada le abracé, rodeándole también con mis piernas, y nos besamos con rabia, mordiéndonos los labios y la lengua. Me agarraba fuertemente del pelo. Le arañaba la espalda bajo la ropa. Nos caímos del sofá y rodamos por el suelo.

Volvieron a llamar al timbre.

Con furia le quité la ropa y seguimos dando vueltas. Encima de mí, empujaba enojado mientras yo gritaba pidiendo más y más, aumentando su enfado. Él no había dicho ni una sola palabra todavía.

Tras la puerta, seguían insistiendo.

Con la confusión, conseguí colocarme sobre él, y despacio, le monté. Pareció relajarse. Cuando no fue suficiente, con sus manos en mis caderas me marcó el ritmo. Nos corrimos al mismo tiempo. Estallé en carcajadas mientras por las ventanas abiertas entraba el sol del verano en París. Quería que todos me oyeran reir.

No me percaté de que aporreaban la puerta.

- Abre - fue todo lo que dijo.

Con su camiseta y empapada en sudor fui a abrir la puerta. Era Michel.