Aquella soporífera tarde de verano pudo acabar mejor, pese a que no fue mala en absoluto.
Después de que la calor se manifestase de varias formas, y que las llamaradas de miradas fraguaran, todo se precipitó: el ímpetu, el impulso, lo imposible, la impaciencia. Los libros se cayeron de la mesa, y las patas empezaron a tambalearse. Angélica, un poco más tímida, no se sentía del todo segura. Hugo, ávido de amor, no podía dejar de acariciarla, octopus. En la grata penumbra de la alcoba quemaron su incandescencia. Angélica, abrazada a la espalda tibia. Hugo, sin poder apartar las manos de sus senos, tersos como duraznos, sin poder apartar los ojos de su cuerpo tembloroso.
Y, normalmente, tras los fuegos artificiales, la feria termina y las calles vuelven a vestirse de gris, aunque hoy yo vaya de negro.