Te mido. En unidades de longitud distintas a la base. Pero sin regla. Te mido en base a las sonrisas que me salen a tu lado. A la extroversión que experimento. Al índice de confiabilidad. A la credibilidad que me causas, y que me provocas.
No es fácil medir personas, aunque creo que aprendí a hacerlo. Normalmente tengo un patrón estándar y, por mi timidez oculta, no dejo que nadie se acerque más allá de la distancia idónea. Cada uno ocupamos una distancia en mi espacio difícil de sobrepasar. Cuando te intentas acercar más, me echo para atrás sin que te des cuenta. Salta el escudo. Pongo la barrera. Siempre ha sido así. ¿Cobardía? A quién le importa. Sucede.
Con ella no es así. A ella la dejo que entre y salga a su antojo. Y es dañino. Que me viole los centímetros, que raspe las reglas de madera y se coma un trozo. Que luego lo escupa si quiere. Es la dueña de mi distancia, y soy incapaz de pararla.
Mi Musa el otro día me lo dejó más que claro con sus sabias palabras, con su visita sorpresa a la ciudad del azahar, con su vestido de campanilla para domar a mi Peter Pan eterno, con los consejos que no pido y que tanto bien me hacen. Me constató que ella me gobierna, que a ella le abro de par en par la antesala de mi invulnerabilidad. Y pierdo no solo los papeles, me roba todo: abre los cajones, exaspera a mi gato, tira al suelo mi biblioteca, se fuma mi tabaco, se pone de pie en mi cama. Le doy la mano y me coge el brazo, la distancia se comprime, implosionan los cuerpos.
Ella. Maldita ella. Mi ella. Mi mitad imperfecta.
Gracias, Musa. Gracias por saber medir, y enseñarme a medirla, a medirme. Pero qué difícil es mantener la distancia adecuada.
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