Para que mi madre y mis guapas no se preocupen y se queden más tranquilas puedo decir que no me pasó nada, que es una frase hecha, que justo Juan me entretuvo tomando un café al bajar del avión, y esos 5 minutos hicieron que no me montase en el tren (sino en el siguiente) que descarriló minutos más tarde y en el que iba a ir.
Estaba en el avión, tras cenar la pasta y la tarta de arándanos y tras hablar con Juan, intentando dormir. El espídico Juan se había despertado un par de veces. A mí me dolían ya las rodillas de chocarme con el asiento de delante, y no sabía como poner las piernas, hacia el pasillo, contraídas y en alza contra el asiento de delante, cruzadas bajo el culo…
Dormité un rato. Como no uso reloj y apago el móvil no supe durante cuanto tiempo, pero me levanté con un poco de sed, con frío (esto es muy inusual en mí) y con un par de punzadas en el estómago. Aunque la señal de cinturones estaba encendida, me levanté a por agua. Juan tampoco estaba sentado a mi lado. El grosso de pasajeros dormía.
En la parte trasera del avión la azafata me dijo que no podía estar allí, habían anunciado turbulencias. Bebí mi vaso de agua (me costó muchísimo), volví a mi asiento, me tapé con la manta y me puse mi pañuelo negro en el cuello. Me quedé dormido durante un rato (ni idea de cuánto...) hasta que me despierto empapado en sudor, y con la barriga a rabiar de punzadas. Algo me había sentado mal, no sé si la comida, la insolación, las posturas, ¡qué!
La única feliz idea que me viene a la cabeza es ir al baño a echarme agua en la cara porque me encontraba fatal. Me limpio el suudor. Juan sigue sin estar. Luces de cinturón aún encendidas. Me levanto, empiezo a dirigirme al baño, doy 4 pasos, y noto como empieza a nublarse un poco todo.
-Supongo que es el típico mareo de cuando te levantas muy rápido – me digo.
Doy dos pasos más, y empiezo a ver cada vez menos. Se me empieza a nublar absolutamente todo, y empiezo a andar con los ojos cerrados, tanteando el angosto pasillo con las manos, de memoria. Un par de pasos más, los ojos totalmente ciegos, los brazos me empiezan a fallar, y las piernas ya no andan. Veo que no me recupero, y empiezo a plantearme la posibilidad de tirarme al suelo antes de caer fulminado. No creo que llegue al servicio.
Es la primera vez en mi vida en la que he pensado que hasta aquí he llegado, que iba a morir. Ninguna parte del cuerpo me respondía más allá de la consciencia de lo que me estaba pasando, pero ni podía hablar, ni podía ver, ni podía moverme.
Me quedo de pie, quieto, inmóvil completamente, agarrado con los dos brazos a dos asientos opuestos para intentar estabilizarme. Pasan segundos eternos en los que pienso que estoy a 10 km de altura, a varias horas de llegada a un aeropuerto, y lo poco que le gustará a la gente estar con un cadáver en esa situación. Noto justo entonces que me agarran del brazo derecho, y, como un autómata, el cuerpo responde y lo cojo yo con el mío.
- ¿Estás bien? - me pregunta. Estoy mareado - respondo.
Noto que se levanta, se pone a mi lado, me estabiliza, me coge del otro brazo, me sienta en algún sitio. No veo, soy el espectador de mi cuerpo blando. Me dicen que va a buscar a alguien. Pienso en que Juan es médico, pero mis cuerdas vocales no me ayudan.
Más que nunca siento que voy cada vez peor, que me están fallando cada vez más órganos, que estoy perdiendo puntos de vida.
Estoy sudando entero, noto que me caen gotas de la frente y las mejillas sobre la camiseta de ET, siento a veces que me voy a caer de lado y entonces una mano amiga me sujeta, y me vuelve a balancear hasta la posición de equilibrio. Me ponen manos sobre la frente, me toman el pulso en el cuello, me aflojan un poco el cinturón.
- Hay que tumbarlo en el suelo – dice una voz masculina a alguna audiencia - . Te vamos a tumbar en el suelo, ¿ok? – parece decirme a mí.
En un esfuerzo superlativo por intentar no morirme (eso creía, en serio, me dolía todo el cuerpo y llevaba un tiempo que no podía abrir los párpados como angustia máxima) mis cuerdas vocales articulan un “Yo no puedo moverme” a lo que me responde la misma voz “No te preocupes, nosotros lo hacemos”, y en menos que arde una candela de papeles estoy asido por numerosas manos que me desplazan de mi asiento (¿dónde estaba?) y me tumban en un suelo espacioso (¡¿en qué suelo?!) tó lo largo que soy (solo con las rodillas en alto). Sigo con un calor apabullante, con el estómago que me iba a reventar, con sudores fríos, y sin poder mover ni un músculo de mi cuerpo. Solo puedo oir voces y pensar.
El desenlace, y las secuelas, en la próxima entrega.