A la hora de motivarte ante un viaje, la experiencia y el destino deben ser siempre los puntos prioritarios, claves. El viaje no debe ser una carrera a la que lanzarse a lo loco, doping en ristre, para alcanzar la meta cuanto antes. Probablemente Usain Bolt ya llegó allí primero.
No obstante, siempre que se habla de un viaje se omite un detalle importante, que dicho sea de paso, es el detalle esencial: el regreso. Cualquier Ulises de cualquier era necesita una motivación para volver. Necesita de su Ítaca. Por supuesto de su Penélope. O al menos de su gato Viejuno.
Sentir desde el estómago que hay alguien que me espera, una persona aguardando, un paisaje del que formo parte, un queso y vino, es la euforia del regreso. Y no olvidaré, por mucho que pueda negarse, que el regreso es una parte sustancial del viaje, incluso más que la ida. Sí, tanto más.
Volver a saludar al mismo vecino, desayunar el mismo cereal, recorrer las mismas calles, atravesar la puerta de casa tiene algo de mágico, puede resultar igual de placentero que cualquier otra situación por conocer.
Este momento siempre será más dulce que amargo, siempre desde el punto de vista del que regresa. Aunque si los otros no insisten vehementemente en apreciar las andanzas del viajero, Ulises se ahoga en el mar, y nunca llega. Nunca más volverá a ver su Ítaca, su Penélope, su dulce bestia cálida.