martes, 10 de agosto de 2010

Mi mujer, de David Jgurú

Mi mujer tiene dos pies distintos, con una talla distinta cada uno, cada cual con su propio tamaño, con su propia jerarquía, con su propia disposición. Sus pies son independientes el uno del otro. Uno apostó por establecerse en un momento determinado, el otro siguió avanzando.

Yo los conozco. Los he mirado mucho. Los he tocado. Los he acariciado. Incluso he jugado a enraizarlos.

Una vez, mientras caminábamos por la playa, se me ocurrió un acto mágico. Me agaché en la orilla y le cubrí los pies con arena de la playa y conchas. Simulé enraizarla a esta tierra nuestra, para que se quedase siempre aquí y a mi lado. En aquel momento, ella me ofreció otro magnífico acto mágico y muy significativo, me dio toda una lección en un simple gesto. Yo le había cubierto por entero los dos pies, ella levantó el dedo gordo, abrió un hueco en la masa, estableció una grieta que generó un agujero, por donde se asomaba su dedo. Sus pies querían respirar. Me quedé petrificado. Comprendí el mensaje inmediatamente.

No se puede enraizar completamente a las personas, siempre se necesita un hueco por donde quepa el oxígeno, no pueden cubrirse todas las necesidades, hay que dejar espacios para lo personal, para otras inquietudes, para otras búsquedas. Yo, egoísta y algo estúpido quise hacerla de la misma tierra que yo, hacerla mía completamente, pero ella me reveló sus otras necesidades.

Mi mujer me acababa de dar una lección en mi propio lenguaje de gestos y símbolos. Denoté su sabiduría. Me enamoré de ella. Sentí que debía ser mi mujer. Quise ser su hombre. Que no nos separaríamos nunca más en esta existencia. Además como no moriríamos nunca, deberíamos pasar la eternidad unidos bajo cualquier forma de vida que el tiempo nos diese.


Mi corazón de lata echará de menos a mi mujer y a sus pies.