Aquella tarde calurosa volvieron a encontrarse Elvira y Raúl. Llevaban tiempo sin verse, y saltó la llama. Decidieron tomar un té, y hablar de cómo les trataba la vida, pero a medida que transcurría la conversación, el deseo no se enfrió al ritmo del té. Era inevitable acabar entre las sábanas, y ellos lo sabían. Miradas esquivas, charlas banales, segundos anodinos.
Abrieron la puerta de un empujón, y cayeron en la cama violentamente. La ropa duró puesta lo que dura una candela de papeles, de cualquier otra forma se habría producido una autocombustión. Las lenguas, ávidas, recorrían todos los recovecos bucales, el cuello, los torsos desnudos. Se mezclaron sin piedad, mimetizando sus cuerpos.
- ¿Puedo? – dijo Elvira.
Raúl asintió con la sonrisa, y ella situó sus caderas sobre sus labios, y empezó a cabalgar suavemente. La cadencia aumentó, la lengua se aceleró, el orgasmo no tardó en llegar. Estado de ingravidez. Era inevitable.
La segunda parte, con los dos mismos equipos de fútbol en el campo, y sin árbitro, no se hizo esperar. Raúl empujó a Elvira medio metro hacia atrás, la acomodó sobre su sexo, le pidió que lo matase de placer.
Mientras Elvira se contoneaba como una diosa, bajo los colores sobreexpuestos del atardecer entrando por las rendijas de la persiana, Raúl notaba que se elevaba por encima del colchón, a dos metros, sin notar la gravedad. Con una Salma Hayek sinuosa sobre él, y sin besar a una serpiente, anhelaba que fuese una habitación abierta hasta el amanecer.
Justo en el momento del clímax, con la eyaculación latente, y él a punto de querer morir para siempre, él se incorporó hasta su altura, se abrazaron, se miraron a los ojos, se dijeron todo sin hablar, se dejaron reposar un rato, acompasaron la respiración, y todavía en la posición de loto, Elvira se acercó con suavidad al oído de él, susurrando:
- Raúl, hace tiempo que no llevo puesto el aro. Quería quedarme embarazada. De ti. Tenerte eternamente dentro. Quiero que me abraces el sueño para siempre.