Como todos los malos vicios en la vida, se decía que tenía que dejarla. Se lo planteó varias veces, pero al final el deseo era más fuerte y podía con su voluntad. Flaqueaba. ¿Qué podía hacer? Ni las borracheras, ni liar cigarrillos, ni siquiera inhalar cloroetilo le habían dejado huella. No. Tenía que dejar todo aquello.
Edward combatió y combatió, pero no siempre es fácil.
Cuando ya no tenía mono, una noche cualquiera Edward tuvo una recaída; un viejo aliado le ofreció de nuevo el polvo, y, él, confuso, perdido, no supo decir que no. Le apetecía, quizá por añoranza. Fue un error que nunca más cometería, se dijo.
En ocasiones Edward me llama con frecuencia, charlamos de los peces muertos que siguen la corriente del río, y me recuerda que ya nunca más la tocará, que apenas le trajo más que problemas a lo largo de su corta vida.
- ¿Y cómo lo has hecho? – espeto yo, incrédulo.
- He probado la heroína. Sé que no te va a gustar que te diga esto, pero eres mi mejor amigo y no quiero mentirte. Cuando llegó el momento en que la tuve frente a mí me embelesé ante lo prohibido, me manejó a su antojo, y terminé pinchándomela. Y, créeme, entonces supe en realidad lo que era colocarse.
Ni todo es siempre lo que parece, ni es oro todo lo que reluce
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