7:52 de la mañana, viernes, mi día favorito de la semana.
Caminaba por la calle, volviendo a casa, a darme una ducha rápida, coger los documentos y útiles pertinentes, y disponerme a tener un duro día de trabajo. Ya había un trozo de ciudad que lo hacía, moviéndose apresurados en dirección al centro, chocando conmigo frontalmente. Sentía de nuevo que todo el mundo se movía en sentido contrario al mío, y eso me provocaba, con el primer rayo de sol en el cielo, un estado de euforia aleatorio.
Me costó levantarme de la cama y dejarla allí acostada, después de que me había dicho varias veces: “8 minutos más”. Cuando fue imposible posponer de nuevo el sonido del leñador que corta el árbol de sueños me vestí apresuradamente y salí lo más despacio que pude de una casa no del todo ajena.
Entre dos estados me movía. La prisa matutina, con el temor a llegar tarde y perder mi trabajo (después del aviso que me dieron) por un lado, y, por el otro, el placer de andar contracorriente sumido en recuerdos que permanecerán imborrables en la memoria de lo prohibido.
1 comentario:
Ya te vale...
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