Sólo una vez me detuve en el merendero. Me han contado que aquí muchas tardes fumabas tus cigarros como si fueran siempre los últimos, en silencio, perdido en un paisaje que se desmoronaba vacío, artificial, alejándose ya de ti. Llegar a la vejez para qué, si más que nunca los sentidos te abandonan a un espacio en el que nadie se adentra, en el que nadie te oye.
Tabaco negro, un poco de tos, barba de dos días. Cuando paso por el merendero, sigo viéndote allí, apoyado en tu bastón, serio, lanzando el humo de tu cigarro contra un cielo inquietante, llamándonos con el afecto de quién aún no ha partido, pidiéndonos la última calada, ese segundo de despedida que nunca acaba sino con nosotros mismos.
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