Óscar era guapísimo y lucía un bronceado envidiable. Llevaba vaqueros ceñidos y una camiseta blanca de pico que dejaba entrever unos pectorales marcados. Christian no podía dejar de mirarlo, estaba fascinado, e hizo a sus amigos comunes que se lo presentaran. El grupo entero se movieron hasta la esquina más alejada de la entrada y allí Christian pasó una noche inolvidable: bebió, rió, bailó hasta la extenuación buscando a Óscar la mayoría del tiempo, y dejándose seducir por él y por la falta de luz de la sala oscura. Se rozaban, se comían con la mirada. El fuego interno que desprendían podría haber destruido aquel lugar.
Después de varias copas y algún local más, Óscar y Christian decidieron esconderse de la muchedumbre, se fugaron por callejones oscuros y acabaron llenando un pequeño coche de todo su apetito carnal. Se desnudaron con ansia, se lamieron con furia y se dispusieron a hacer el amor ávidos de deseo.
- Quiero tener sexo anal contigo ya, Christian – dijo Óscar, y se fue a sentar sobre él, de espaldas, pero Christian no le dejó. Mientras Óscar se sorprendía, matizó:
- No te lo tomes a mal. Verás, tienes el culo más increíble que he visto en años, pero prefiero que te des la vuelta. Hoy quiero verte la cara y que me beses todo el rato.
El alba los pilló aún con los cristales empañados y la respiración descompasada. Se besaron mucho más, siguieron palpando sus cuerpos al detalle para no olvidarlos durante los días que quizá no se verían y, finalmente, Christian llevó a Óscar a su casa. Se despidieron con ánimos de llamarse al día siguiente ya que ambos habían pasado una velada irrepetible.
Nunca más volvieron a verse.
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