Como cada domingo, Sunday stroll, tras pasar el fin de semana con Laura, Iván volvía solo en coche hacia la ciudad donde estudiaba pensando en sus cosas. Habían sorteado numerosos contratiempos: la mala climatología y los aludes de nieve, andar a escondidas como dos adultos, los alquileres caros de las pensiones Triana.
Subiendo la cuesta que llegaba a la Aldea, Iván notó que le vibraba el bolsillo del pantalón. Era un mensaje de Laura:
- Te quiero, Ulises.
¡Le quería! Iván esbozó una sonrisa enorme. Una sonrisa que le cubría toda la boca. Una sonrisa que le llenó la cara de colores marfil y nácar. Una sonrisa explosiva. Una alegría desbordante, el regocijo hecho muesca. Una sonrisa de tal calibre, una expansión de la boca tal que notaba como se le empequeñecían las orejas, como la nariz se hacía más y más escasa, y notaba que le faltaba la respiración. Y todavía la sonrisa aumentaba, le dio la vuelta al cráneo, empezó a usurpar el cuero cabelludo hasta que finalmente, la sonrisa, alcanzó y cegó los ojos. Perdida la visión, soltó las manos del volante, y en breves segundos chocó violentamente contra el quitamiedos, salió despedido por el barranco, y murió.
Sonreía.
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