Lunes mañana. El avión reposaba mientras reponían el queroseno. La ventana filtraba los rayos de sol a través de las impurezas que deja el tiempo en cada elemento. Leía, intentando evadirme de la estancia donde me encontraba, atestada de cuchicheos, abrigos de moda y bullicio.
Ella, en cambio, no tenía ninguna prisa, o no la demostraba. El Ipod (y sus auriculares blancos) le proporcionaban un ritmo alegre en el cuerpo sentado sobre las butacas ajadas de la sala nº 4. Rubia, pelo liso, alta, bastante delgada, atrapada en un traje imposible detrás del abrigo de ante, no entiendo por qué la miraba, era mi antítesis de lo bello.
Su cara me sonaba, aunque me resultaba imposible ubicarla tan pronto. Dejé de leer, y me concentré en escudriñarla. Pensé en acercarme y decirle que me era familiar, pero el demonio del hombro izquierdo me lo impidió. Como siempre.
-Pasajeros Vueling destino Sevilla, persónense en la puerta de embarque a la mayor brevedad posible – excretaban los altavoces.
Venía sentada tres filas más adelante, supe aprenderme su pelo al milímetro. El perfil de su nariz chata, el esbozo de unas pestañas largas y volubles. No pude mantener la atención por mucho tiempo, me quedé dormido; el fin de semana había sido intenso.
Me despertó el choque violento de las Nike del avión al pisar el suelo. Recogí mi equipaje, me coloqué el abrigo y el pañuelo, y salí del avión dos metros por detrás de ella.
- ¿Hago algo? - el demonio malo.
- Cállate la boca, no tienes que dar tú el primer paso, deja que lo dé ella y sea quien abra la veda - replicaba el ángel bueno.
Al salir por las puertas, mientras me colocaba las gafas de sol para enfrentarme a este mundo lleno de luz sucia, y teniéndola casi al alcance de mano, ella se giró, miró hacia dónde me encontraba, abrió los ojos estrepitosamente, tiró la maleta al suelo y cogió impulso hacia delante.
Y besó profundamente, con esos labios golosos y rosados que seguía sin saber a quién pertenecían (en ese momento) a un chico moreno, delgado y alto que la esperaba detrás de mí con una rosa en la mano.
Tuve que fiarme del demonio. La vida tiene esa urgencia. No hay tiempo que perder.
Ella, en cambio, no tenía ninguna prisa, o no la demostraba. El Ipod (y sus auriculares blancos) le proporcionaban un ritmo alegre en el cuerpo sentado sobre las butacas ajadas de la sala nº 4. Rubia, pelo liso, alta, bastante delgada, atrapada en un traje imposible detrás del abrigo de ante, no entiendo por qué la miraba, era mi antítesis de lo bello.
Su cara me sonaba, aunque me resultaba imposible ubicarla tan pronto. Dejé de leer, y me concentré en escudriñarla. Pensé en acercarme y decirle que me era familiar, pero el demonio del hombro izquierdo me lo impidió. Como siempre.
-Pasajeros Vueling destino Sevilla, persónense en la puerta de embarque a la mayor brevedad posible – excretaban los altavoces.
Venía sentada tres filas más adelante, supe aprenderme su pelo al milímetro. El perfil de su nariz chata, el esbozo de unas pestañas largas y volubles. No pude mantener la atención por mucho tiempo, me quedé dormido; el fin de semana había sido intenso.
Me despertó el choque violento de las Nike del avión al pisar el suelo. Recogí mi equipaje, me coloqué el abrigo y el pañuelo, y salí del avión dos metros por detrás de ella.
- ¿Hago algo? - el demonio malo.
- Cállate la boca, no tienes que dar tú el primer paso, deja que lo dé ella y sea quien abra la veda - replicaba el ángel bueno.
Al salir por las puertas, mientras me colocaba las gafas de sol para enfrentarme a este mundo lleno de luz sucia, y teniéndola casi al alcance de mano, ella se giró, miró hacia dónde me encontraba, abrió los ojos estrepitosamente, tiró la maleta al suelo y cogió impulso hacia delante.
Y besó profundamente, con esos labios golosos y rosados que seguía sin saber a quién pertenecían (en ese momento) a un chico moreno, delgado y alto que la esperaba detrás de mí con una rosa en la mano.
Tuve que fiarme del demonio. La vida tiene esa urgencia. No hay tiempo que perder.