La mujer solitaria cada mañana ponía en él sus ojos admirados, temiendo que en las ráfagas de otoño o en las nieblas del frío, desapareciera y no lo viese más, y aunque sabía que para el ángel ella tan sólo era un punto negro en la inmensidad de la plaza desierta, le rogaba la acompañase en el largo trayecto cotidiano.
Y fue tal su vehemencia que el ángel la escuchó y entendió su insistente llamada y un día descendió de la columna y fue hacia ella con pasos vacilantes. Ante aquella figura gigantesca con las alas abiertas, la mujer sintió nacer la esperanza de ser correspondida pero al acercarse el ángel, vio que tenía los ojos vacíos. Aun así, ella le preguntó: “¿Vienes conmigo?”, pero el ángel titubeaba, no respondió y poco después volvió a su lugar en lo alto de la columna.
Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la tierra al comprender que no había sido mirada, que el ángel no vio nunca su gesto enamorado. Pero pensó en el deber del trabajo y en el camino que la esperaba recorrer como cada día y se resignó a seguir adelante. Ya nunca más buscaría el amor, ni el ángel bajaría al suelo.
Los solitarios cruzan la inmensa plaza pero ninguno hacia él levanta su mirada; saben que el ángel que está allí es ciego, un ángel solitario como ellos.
Juan Eduardo Zúñiga
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